domingo, 5 de febrero de 2017

UNA HISTORIA ROMANA

Un artículo de Carlos Martínez Carrasco, profesor de Historia Medieval de la Universidad de Granada y del Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas.

Hay pocas ciudades cargadas de tanta Historia, que rezumen acontecimientos y personajes en cada esquina y al mismo tiempo representen un símbolo de lo que somos como sociedad. Ese carácter sólo lo tienen dos de ellas. Una es Atenas, la otra, Roma. Y caería en el tópico si reiterara el carácter fundamental de lo que ambas representan para el mundo occidental, para nosotros. La Roma de los Césares o la Roma de los Papas durante el Renacimiento, ha ocupado un lugar privilegiado en la memoria colectiva. Es el esplendor de los grandes edificios públicos, de las suntuosas iglesias y los palacios. La ciudad de Roma se convierte en escenario de aventuras, de intrigas palaciegas de Borgias, Julios II, Claudios y Mesalinas, Trajanos y Escipiones, incluso en lugar de acogida para el granadino León el Africano.

Son dos períodos, la Antigüedad y el Renacimiento, que aparecen siempre desconectados, dejando entremedias un vacío. Como si durante mil años, la Historia hubiera hecho un alto en el camino, bordeando la ciudad de Roma. Como si el medievo no existiera. Salvo algunos hitos, como los enfrentamientos entre el Imperio y el Papado o los cismas, la Urbe desaparece engullida por el marasmo de acontecimientos que agitan el Occidente europeo; un mapa fragmentado cuyas piezas se hallan enfrentadas entre sí, peleando por una herencia muy diluida. Una época oscura en la que hay lugar para un Synodus Horrenda, el Sínodo del Terror, presidido por el cadáver de un papa al que sus enemigos sacaron de su tumba para juzgarlo y deponerlo. Se trataba del primer acto de la Edad de Hierro del Papado, un período oscuro para el que apenas sí se han conservado fuentes, en el que la ciudad experimentó los efectos de las luchas sin cuartel entre la nobleza feudal. Cada bandería trataba de elevar al solio pontificio a su propio candidato, que duraba lo que duraba la hegemonía militar y política de sus protectores.

Inestabilidad. Anarquía. Violencia. Nada distinto de lo que estaba pasando en otros lugares de la Pars Occidentalis durante la Edad Media. Y sin embargo, ese mismo clima, en un entorno tan dividido y con el legado histórico y cultural que atesoraba, convertían a Italia en general y a Roma en particular en un microcosmos específico. En las ciudades-Estado, el patriciado urbano que las gobernaba o luchaba contra la aristocracia por hacerlo, necesitaba de nuevos modelos de organización política. Resucitar la idea de la Roma republicana era la única escapatoria posible frente a la arbitrariedad feudal y la costumbre cambiante. Fue toda una revolución la que se puso en marcha, cuestionando el orden establecido que representa la escolástica tomista y el aristotelismo, con avances y retrocesos en el proceso. Un movimiento que se pone en marcha justo antes de que se desate la gran crisis, la Peste Negra.

Pero poner en entredicho los pilares fundamentales sobre los que se asentaba la sociedad feudal no haría sino sacar a la luz profundas desigualdades. Al pueblo llano, a los popolani, el pasado romano también les brindaba la oportunidad de ver mejorada su situación. Hombres que habían leído los clásicos, muchos de ellos autodidactas, se vieron en la necesidad de pasar a la acción y entrar en el terreno de la política. Roma iba a ver de nuevo cómo se elegía a un tribuno de la plebe en la figura de Cola de Rienzo, aclamado por el pueblo el día Pentecostés de 1347. Era la única respuesta posible al vacío de poder existente desde que a comienzos de la centuria los Papas fijaran su residencia en Aviñón y la ciudad quedara –una vez más– librada a las ambiciones de las grandes familias aristocráticas, los Colonna y los Orsini. Pero no pensemos que se trató de un golpe de mano de los estratos más bajos. A pesar de sus orígenes humildes, de los que no renegaba, Cola había logrado hacerse notario después de casarse con la hija de uno de ellos, y su régimen estuvo apoyado en un primer momento por la gentilezza romana, formada por la mediana y baja nobleza y los comerciantes. Los unía más el odio a la gran aristocracia terrateniente que las simpatías por el pueblo llano.

La vuelta al pasado pretende simbolizar una purificación, el remedio definitivo contra los males de la sociedad. El mito de una Edad de Oro idílica está presente en todas las etapas de la Historia y muy pocas veces ha sido contestado. Una de las pocas voces que se levantó contra esa utopía fue femenina, la de Cristina de Pizán que prefiere el orden social al orden natural, presentando el progreso como algo positivo. Ella mejor que nadie, por su condición de mujer culta, sabía de los errores de abandonarse a un pasado idealizado. Con Cola de Rienzo resucitaba en la Baja Edad Media el rigorismo republicano de Catón el Viejo y las ansias reformistas de los Gracos, mezclados con el mesianismo igualitario de los franciscanos de tendencia espiritual, bendecido por el apoyo de su amigo Petrarca. Este fenómeno al mismo tiempo político y social que alumbró Roma, es fruto de su época pero también algo novedoso por todo lo que implicó, ya que suponía mezclar las esperanzas escatológicas propias del cristianismo con el orden romano. Como si el ideario de la República culminara con el advenimiento del Reino de Dios. Una extraña amalgama de ritos paganos y cristianos como la que se vio en su coronación, que levantó ampollas tanto entre algunos de sus partidarios como entre sus enemigos.

Pero lo que para muchos no era sino una burda pantomima, en realidad demostraba un conocimiento por parte de De Rienzo de toda una serie de códigos simbólicos. Su séptuple coronación con siete coronas de diversos materiales venía a significar un elemento diferente. Sin embargo, tales referencias no eran entendidas por quien era su principal destinatario: el pueblo llano e iletrado, al que comenzaba a hartar la jerga empleada por Cola, plagada de referencias ininteligibles para ellos, a pesar de sus dotes de demagogo, de conductor del pueblo. A todos les pasó desapercibido el simbolismo que tenía hacer del Capitolio el centro de su «gobierno popular», más allá de asistir con regocijo a las humillaciones de la aristocracia terrateniente que tenían lugar en ese escenario. Sólo Cola de Rienzo recordaba cómo la plebe romana, en su lucha por alcanzar derechos políticos contra los patricios, se habían retirado al Aventino. La ocupación del Capitolio por parte de los popolari del siglo xiv pretendía poner de relieve la vuelta del pueblo llano al gobierno de la ciudad.

El sueño de la utopía produce monstruos y aunque los modelos que pretendió imitar Cola en su gobierno fueron Catón y los Gracos, no pudo evitar acabar siendo como el impredecible Publio Clodio, también tribuno de la plebe. Una revuelta en apariencia popular aunque auspiciada por sus enemigos, los Colonna y los Orsini, acabaría derribándolo con la aquiescencia de un pueblo que se había visto defraudado en sus expectativas. Cola de Rienzo no moriría aún, pero su sueño de restaurar la República como el Paraíso en la Tierra quedaría como uno de tantos experimentos sociales que habrá a lo largo de la Historia por volver a un estado de primitiva igualdad: una bonita causa perdida por la que luchar antes de que se corrompa.






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